Estelas
Vemos muy poco el cielo en las ciudades, entre edificios, escaparates, muros, farolas, anuncios y señales. Nos perdemos con ello la percepción cotidiana de nuestro minúsculo tamaño y de nuestra pertenencia a un todo que nos trasciende. Tampoco percibimos la infinita variedad de formas y colores suspendidas sobre nuestras cabezas, acompañadas casi siempre en nuestros días de esas estelas, señales escritas que dejan los aviones, auténticas firmas químicas pasajeras del ser humano entre las nubes.
Para mí, pintar cielos supone la total libertad formal, la ductilidad absoluta, las posibilidades sin fin y la tentación de dejar volar la imaginación y la experimentación de forma impune, un poco como al pintar agua. Con cada medio artístico ensayado las posibilidades de abstracción estallan de nuevo. Las estelas nos permiten trazar agresivas rasgaduras con forma artificial, a veces incluso rectas, entre tanta exuberancia «informalista» natural: esos caminos son nuestro rastro, nuestra huella, nuestra escritura. La de nuestro hoy, de nuestro ahora: no las podía haber en los cielos más antiguos, en los cuadros de los clásicos.